lunes, 26 de octubre de 2009

El rincón de Lucía

Lucía abrió los ojos pausadamente, movió sus manos en círculo alrededor de ella hallando nada más que las arrugas de las sábanas, ya era tarde y no pudo despedirse de Ernesto, el hombre que había amado esa noche, su primera noche juntos. Tenía un cansancio de esos que emanan placer, esos de suspiros, esos que ablandan el corazón y te aligera las piernas. Cuántas caricias en la penumbra de esa habitación que ahora miraba de un lado a otro pensando, imaginándose como una espectadora avivando el recuerdo de dos amantes fundidos en la madrugada.
Se deslizó un camisón por la cabeza y unas zapatillas en sus pies, se fue a la cocina aún temblándole las piernas a preparar un café y pensando con qué iba a calmar el ruido de su estómago porque la compra aún no había llegado. Encontró unas pastas que le trajo su hermana el día anterior, menos mal, pensó. Cogió su taza de café y se sentó en su rincón favorito, donde tenía un sillón de época que había tapizado varias veces pero que no se desprendía de él ni soñando, era de su abuela Felisa, una mujer de las que hay que recordar por su entereza y sus historias. Al sentarse miró el gran ventanal de madera que tenía enfrente y debajo ese baúl de madera que quiso colocar allí cuando se mudó para dejar sus cosas más íntimas. Allí siempre tenía un jarrón con flores, un candelabro de la tía Isabel, libros que siempre fueron consigo, tenía folios desordenados con las ideas que se le ocurrían, algunos bolígrafos, entre ellos el que más quería era la pluma de su abuelo Augusto, era el rincón de Lucía. Pero esa mañana había algo más en su ventana, un cuaderno con pastas duras e ilustradas con jardines de época, sobre él una pequeña rosa sin abrir, dejó el café por un momento, cogió la rosa con cuidado porque le quedaban aún dos o tres espinas y por su frescura atisbó que no llevaba mucho tiempo cortada. Abrió el cuaderno, eran hojas en blanco, suspiró, recordó las manos de Ernesto en ese regalo y lo abrazó con todas sus fuerzas, cerró los ojos y volvió a soñar en los momentos que había vivido con él hacía sólo unas horas.
“Vuelve pronto, mi vida”, hablaba con él sin pronunciar palabra alguna. Volvió a la realidad y se tomó el café sorbo a sorbo mirando su ventana, su rosa, su cuaderno, apoyando las piernas una sobre otra liberando sus pies en el aire que entraba por la pequeña rendija que siempre dejaba abierta. Cogió de nuevo el libro para mirar sus pastas, y pasar cada página oliéndolas, buscando cualquier resquicio de Ernesto, y al llegar a la mitad más o menos encontró unas palabras escritas en negro, reconoció su letra y le temblaron las manos al leerlas:


“Me voy soñando con tu perfume en mis manos, con la seda de tus cabellos. Me marcho con tu cuerpo en mis ojos y tu piel en mi piel. Te dejo estas palabras porque se me olvidó decirte que te quiero con palabras, se me olvidó decirte te amo con una flor no tan bella como tú. Sé que vendrías a tu rincón y no quería que estuvieses triste en mi ausencia, por eso permíteme que te escriba cuando tenga que marcharme. Cuando vuelva miraré estas páginas por si me has dejado algún sueño, algún recuerdo, alguna ilusión…”

“Volveré pronto”

“¿Es buen momento?”.

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