Los poetas viven y caminan con sus poemas, pensó. Un hombre que tenga visiones no necesita de otra compañía; el sábado es un día imperfecto; debo ir a casa y sentarme en el dormitorio, junto al radiador. Sin embargo, no era él un poeta que vivía y caminaba como un auténtico poeta: no era más que un muchacho joven en un pueblo de la costa, en un caluroso día festivo, con dos libras para gastar. No tenía visiones; tan solo tenía dos libras y un cuerpo pequeño, con los pies plantados en la arena llena de desperdicios. La serenidad era para los ancianos. Se alejó cruzando las vías del ferrocarril hasta el camino donde circulaban los tranvías.
Al pasar junto al reloj floral de los jardines de la reina Victoria soltó un gruñido.
- ¿Y qué puede hacer ahora un imbécil, un pedante? –dijo en voz alta.
Una mujer que estaba sentada en un banco, enfrente del plato de azulejos blancos en que salpicaba la fuente, dejó la novela que leía y sonrió.
Tenía el cabello castaño y lo llevaba recogido en un moño alto, con losbucles sueltos, de donde salía una rosa blanca de Woolworth doblada hacia abajo, rozándole la oreja. Llevaba un vestido blanco y una flor encarnada de papel cosida en el pecho, así como anillos y brazaletes que habría sacado de algún quiosco de feria. Tenía los ojos pequeños, muy verdes.
Anotó cuidadosamente, con frialdad, pero de un solo vistazo, todos los extraños detalles de su atuendo. Era el sosiego y la certidumbre en persona; la impavidez ante su mirada escrutadora, la seguridad de su sonrisa , su porte distinguido y esa extraña suavidad, esa rareza en general la defendían de todo mal encuentro, de toda mirada incitante, y todo ello lo hizo temblar de los pies a la cabeza. Aunque su vestido era largo y el cuello cerrado, lo mismo podía estar desnuda allá en la playa. Su sonrisa era la confesión de que su cuerpo estaba desnudo, inmaculado, deseoso y tibio bajo la tela, y ella lo esperaba sin el menor asomo de culpa.
Qué bella es, pensó con la mente puesta en las palabras y los ojos en el cabello y en la piel blanca y sonrosada de la mujer. Con cuánta hermosura me espera, aunque no sepa siquiera que me espera, y yo jamás pueda decírselo.
Se había detenido y la miraba fijamente. Como una muchacha confiada ante una cámara fotográfica, ella estaba sentada y sonriente como si tal cosa, con las manos entrelazadas, la cabeza levemente inclinada a un lado, de tal modo que la rosa le rozaba el cuello. Aceptaba la admiración del muchacho. Ella entre un millón se apoderó de su larga mirada, y así acariciaba su enamoramiento.
Retrato de un artista adolescente. DYLAN THOMAS
No hay comentarios:
Publicar un comentario