Un viento suave se desliza entre los almendros, estremece sus ramas y acaricia levemente las florecillas rosadas que se desprenden y caen sobre la tierra. Una vez más, el Yebél Alarús se viste de gala y nos trae a la memoria una hermosa historia de amor.
Aconteció durante los últimos años del siglo X, cuando Córdoba no se llamaba Córdoba sino Qurtuba y Abderramán III era el primer califa Omeya independiente de Bagdad. Era esta una ciudad populosa donde convivían gentes de todas las razas y religiones. A ella acudían sabios, alarifes, poetas y músicos de todos los rincones del mundo. Florecían las artes, progresaban las ciencias, se mezclaba lo autóctono con las nuevas influencias recibidas del exterior. Todo lo asimilaba y lo hacia suyo. Era Abderramán un califa audaz, enérgico y valeroso. Su constancia y talento político hicieron posible la unidad y pacificación de Al-Andalus. Consiguió imponer respeto a los cristianos del Norte y acometió con arrogancia la reorganización de su autoridad soberana. Para agasajar al califa solicitando su protección o agradeciendo su ayuda, los monarcas de otras tierras enviaban fabulosos regalos: Extrañas obras de arte, piedras preciosas, libros de incalculable valor y hermosas esclavas. Azahara fue una de ellas. Cierto día, paseando Abderramán, con su gran séquito de cortesanos por el patio de naranjos de la Gran Aljama, vió aparecer una comitiva formada por una larga fila de mulas ricamente enjaezadas, cargadas de innumerables tesoros. Detrás, una docena de eunucos custodiaban a varias cautivas de sorprendente belleza. Todo ello constituía una ofrenda del emir de Granada al califa de Córdoba. Era Azahara la joven más hermosa de la comitiva. Procedía de Elvira y el tumulto de la gran ciudad la llenaba de turbación y asombro. Sus ojos eran tan negros y brillantes que hicieron saltar chispas de fuego en el corazón de Abderramán. Tanto ardor sintió el califa dentro de si que apartando a la muchedumbre se acercó a ella y le preguntó:
- ¿Quien eres, mujer? ¿Cómo te llamas?
- Azahara, mi señor.
Así fue como Azahara se convirtió en la favorita de Abderramán. Los cronistas de la época apenas han dejado constancia de su existencia, tan solo nos dicen que habiendo recibido Abderramán III el legado de una gran fortuna, quiso emplear este dinero en el rescate de prisioneros de guerra, pero tras enviar a sus emisarios a través de las Marcas (León y Navarra) y no encontrar ni un solo prisionero islámico, una muchacha del harem llamada Azahara le inspiró la construcción de una ciudad que llevara su nombre y que sirviera para gloria del califato. Abderramán hizo venir dede Bagdad y Constantinopla a los geómetras y alarifes más prestigiosos de la época. De Bizancio llegaron los maestros escultores que sabían cortar y pulir el mármol extrayendo de él toda su belleza. Junto a ellos, los artesanos cordobeses tallaron la piedra hasta darle el aspecto de un sutil encaje. Los materiales empleados eran los más raros y preciosos, llegaban venciendo mil dificultades, cargados en grandes bajeles, desde todas las partes del mundo conocido. El 19 de noviembre del año 936, se pusieron los cimientos de esta gran ciudad palatina. Se dice que en la puerta principal del recinto el califa mandó colocar la efigie de Azahara, la elegida de su corazón. Tenía la ciudad mas de tres mil cuatrocientas columnas, cuyos arcos, de marfil y ébano estaban incrustados de adornos de oro y piedras preciosas. Se llegaron a contar mas de quinientas puertas reforzadas con placas de bronce bruñido. Las paredes del Salón del Trono eran de mármoles variados y jaspes transparentes como el cristal, los techos estaban revestidos de mosaicos dorados cubiertos con tejas de oro y plata y del centro de las bóbedas pendían hermosas perlas. Asimismo, hizo construir fuentes y acequias que hacían sonar el agua de treinta y ocho modos diferentes para exaltar o serenar el ánimo y en una dependencia del palacio instaló una inmensa jaula llena de pájaros exóticos y un parque zoológico con fieras traídas de Africa. Sin embargo, Azahara estaba triste. Abderramán le preguntaba:
-¿Qué te ocurre, mi amor?, dime lo que te falta y yo lo traeré-.
-Ni con todo tu imperio y tu poder podrías conseguir lo que yo quiero-respondía. Llena de melancolía, Azahara miraba las montañas rojizas. Pensativa, recordaba los lugares de su infancia y el manto de nieve que cubría la Sierra de Elvira cuando llegaba el invierno. Para que volviera a sonreir, Abderramán ordenó cubrir de almendros el Monte de la Amada, y Sierra Morena se puso blanca de amor como una novia. La vida de Azahara fue breve, tan breve como la ciudad que por su amor fue construida. Abderramán, convertido en un anciano solitario miraba a su alrededor y decía:
Desde Al-Zahra te recuerdo con pasión. El horizonte está claro y la tierra nos muestra su faz serena. La brisa desmaya con el crepúsculo. Parece que se apiada de mí y languidece, llena de ternura. Los arriates me sonríen con sus aguas de plata, que parecen collares desprendidos de las gargantas. Así fueron los días felices que ya pasaron, cuando, aprovechando el sueño del Destino, fuimos ladrones de placer.
¡No conceda Dios la calma al corazón que desista de recordarte y que no vuele a tu lado con las alas trémulas del deseo!
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