" Al ingresar en la zona, el joven no pudo impedir que la felicidad lo desbordara. Era como si una ducha de pistones, semejante a aquella que usan para pintar la carrocería de los autos, le hubiera barrido el sarro que acumulaba en sus entrañas. Se sentía limpio, ligero, y al darse cuenta de que estaba a punto de ejercer en plena calle una cabriola de baile, entendió por primera vez a aquellos héroes de los musicales de Hollywood que se ponían a cantar o a bailar cuando caían en éxtasis.Se había descargado de tantas mochilas que le doblegaban el lomo que ahora se sentía un animal liviano y flexible, ágil de mente y rápido de pezuñas. Dúctil, y tan transparente que le parecía que todo el mundo se daría cuenta de la doble fuente de su felicidad: eso que sentía por Victoria Ponce era muy probablemente lo que en el cine y las canciones llamaban «amor», y la indicación de Vergara Greyde que recogiese del hotelucho las chaquetas jeans de la Schendler sonaba como una señal de que el Golpe había prendido en su alma.Desde la madrugada, cuando había galopado al rucio ganando su carrera, sentía que la suerte le llovía a raudales, que a su alrededor una patota de ángeles le agenciaban milagros y le provocaban lucideces imprevistas. Esos escurridizos y etéreos señores, diligentes y benévolos, cuidaban de que nada malo le pasara, de que aflojase, por ejemplo, la presión de la bufanda en el cuello de buey del alcalde, librándolo así de un asesinato. "
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