“Pero, recuerdo, querido mío, el día y la hora en que quedé para siempre enamorada de ti. Acababa de dar un paseo con una amiga del colegio y estábamos las dos charlando delante de la puerta. Llegó un auto y descendiste tú para entrar en tu cuarto. Algo dentro de mi me impulsó a abrir la puerta, y nos cruzamos el uno con el otro. Me lanzaste una suave, cálida y envolvente mirada, llena de ternura, me sonreíste – sí, no puedo decirlo de otra manera – afectuosamente, al mismo tiempo que decías en voz baja y casi familiar: “¡Muchas gracias, señorita!” Eso fue todo, querido, pero desde el instante en que sentí la suavidad y ternura de tu mirada quedé locamente enamorada de ti. Sólo más tarde he comprendido que esa mirada atrayente, y al mismo tiempo desnuda; esa mirada de seductor nato que diriges a cualquier mujer que se halle junto a ti, a la vendedora de tienda o la sirvienta que abre la puerta; esa mirada no es en ti consciente ni significa ninguna especial inclinación, sino que tu ternura hacia las mujeres hace tu mirar siempre dulce y agradable. Pero yo, una niña de trece años, lo ignoraba: me hallaba sumergida en fuego. Pensaba que aquella ternura estaba dedicada a mí solamente, y en aquel instante, en mi derredor, en lo más íntimo de aquella criatura todavía a medio formar, se despertó la mujer, una mujer enamorada de ti para siempre.”
Carta de una Desconocida. Stefan Zweig
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