Lo que verdaderamente me apasiona de la filosofía son las preguntas. Dentro de la pregunta misma incluyo también las respuestas ingeniosas, sean tajantes odubitativas. Las que mantienen abierta la pregunta y aun la ensanchan, no las que pretenden cerrarla. Por ejemplo, si a la cuestión «¿qué es la vida?» se me contesta: «nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir», me han respondido sin respuesta de clausura, me impulsan a seguir preguntándome de modo aún más rico. Y más enigmático, aunque menos obvio. Los ríos, el fluir, la muerte y el mar: no tengo solución al interrogante pero a partir de ahora lo plantearé de modo menos inocente. Es eso lo que espero del pensador, sea filósofo o poeta. Con la diferencia de que en el segundo acepto sin más lo fulgurante y en el primero agradezco la paciencia del desmenuzamiento, los peldaños del razonamiento que llevan unos a otros hasta algún descansillo en su ascenso (o su descenso) pero nunca al descanso. En cuanto queda establecido que «ya hemos llegado» acaba el filosofar y tropezamos con el sistema, es decir con el anquilosamiento doctoral del pensar libre. En el fondo de mi fondo no hay fondo: está el escepticismo. El escepticismo de fondo respecto al fondo. Cuentan que las últimas palabras del admirable Diderot fueron: «El escepticismo es el comienzo de la sabiduría». Para mí ha sido no tanto el comienzo sino el final de la «sabiduría», es decir las comillas irónicas que la enmarcan y por tanto vedan que tenga nunca precisamente final o descanso.
Ojalá que nunca lo requiera, ni lo admita, por cansados que estemos y por trascendentalmente halagador o cómodo que sea el supremo desenlace que se nos ofrece...
Mira por donde, Fernando Savater
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