viernes, 8 de enero de 2010

El laberinto de la rosa, Titania Hardie


19 de septiembre de 2003, Chelsea, Londres


La luz de un sol equinoccial se filtró entre el espeso follaje y dio de lleno en los ojos a Lucy, haciéndole parpadear. Estaba sentada bajo una morera de impecable linaje en el Chelsea Physic Garden, contenta tan sólo por estar allí. El árbol tenía frutos cuyo penetrante aroma impregnaba el aire. Esa mañana se había sentido mejor y sus médicos habían accedido cautelosamente a que hiciera una «tranquila caminata» para ocupar parte del tiempo que a ella le parecía extrañamente en suspenso, con la condición de que hiciera también frecuentes descansos.
En realidad, había recorrido un trayecto bastante largo, pero no tenía intención de decirlo. Era muy bueno atravesar los límites de ese edificio donde los sentimientos y las emociones eran patrimonio común, y gozar de un rato de intimidad para estar a solas con sus pensamientos. Esas oportunidades eran una especie de milagro y tenía previsto aprovecharlas, estar fuera el máximo tiempo posible.
Esperaba pacientemente una compleja y peligrosa operación cardiaca, demasiado para detenerse a pensar en ella. Estaba lista para ser transferida a Harefield en cuanto hubiera el primer indicio de que era posible realizarla. La belleza de la estación la emocionó y ese día volvió a sentirse viva. Keats tenía razón: el otoño era la mejor estación del año inglés. La arrullaron las abejas, las cortadoras de césped y la voz de un niño procedente de algún lugar cercano, y en especial, la ausencia de los ruidos que produce el tráfico.
Esa brillante mañana de septiembre, arrobada y asombrosamente esperanzada, leía en un gastado volumen de poemas de John Donne:

Mientras los hombres virtuosos mueren de forma apacible
Y susurran a sus almas; para partir luego
Mientras algún triste amigo dice
Que aún respira, y otros dicen que no:
Vamos a fundirnos, en silencio...
El laberinto de la rosa, Titania Hardie

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